Paseo

Salgo de la biblioteca de la facultad con el Manifiesto comunista y El latín vulgar bajo el brazo y descubro que hace una tarde buenísima, la temperatura debe rondar los 17 o 18 grados, el cielo está completamente azul y se respira ambiente de primavera, de modo que decido que, sin que sirva de precedente, esta tarde no voy a encerrarme en casa.

Me abstengo de ponerme los cascos, dejo que mis zapatillas me lleven a donde quieran, a paso tranquilo y dejo que mi atención se centre en esos minúsculos detalles que por norma general dejo pasar desapercibidos.

Cuatro niñas juegan en una plaza, gritan, se ríen, creo que están imitando a las protagonistas de alguna serie o película, porque hablan de una forma que escapa a mi comprensión, lo que me hace regresar momentáneamente a mi infancia y sonreir (atrayendo la mirada de un par de personas hacia "la loca que camina con una sonrisa estúpida en la cara").

Un hombre de unos cincuenta años camina a paso ligero por delante mío, viste ropa oscura pero calza unas deportivas de color blanco nuclear con detalles en amarillo fluorescente, seguramente ha salido a "andar" por prescripción facultativa.

Paso por delante de un grupo de chicos sentados en el respaldo de un banco, uno de ellos está relatando que por fin consiguió llevarse a la Jeny o a la Vane (¿o era a la Jesy?) al huerto y el resto le dan codazos, palmaditas en la espalda y le ponen una medalla imaginaria.

Tres señoras, cogidas del brazo, me bloquean el paso durante varios minutos, caminan con todavía más calma que yo. Exasperada por no poder traspasar su infranqueable barrera, me desvío por otra calle y me detengo varias veces a mirar escaparates, enamorándome perdidamente de unos zapatos que valen casi doscientos euros y de los cuales tengo que despedirme con un nudo en la garganta, así es la vida de los pobres.

Para consolarme entro en otra tienda de precios más asequibles, donde la ropa está ordenada por colores. En un primer momento me dirijo automáticamente a la sección de ropa negra pero entonces puedo escuchar la voz de mi madre "Tu armario parece el de una viuda" y a regañadientes me abstengo de mirar las prendas oscuras. Me pruebo varios vestidos, todos de colores: verde, rojo, azul, rosa... El azul claro gana por aclamación popular y me lo compro.

La siguiente parada es la librería que hay frente a la estación, donde paso bastante más tiempo que en la tienda de ropa, deteniéndome un rato en la sección de guías de viaje, planteándome cuál será mi próximo destino (Praga, sin duda).

Me doy cuenta de que me he quedado sin tabaco, así que entro al estanco a por mi dosis y sin saber por qué me compro un chupachups de fresa, que una vez salgo a la calle me apetece mucho más que un cigarro.

Cuando el Sol se ha ido del todo y comienza a oscurecer mis zapatillas deciden que es hora de volver a casa y que quieren hacerlo atravesando el parque, donde un niño y su padre juegan con un balón, varias parejas pasean cogidas de la mano, muchas mamás empujan los carritos de sus bebés y algunos grupitos de adolescentes charlan animadamente.

Y yo camino sola con mi vestido nuevo en una bolsa y mi chupachups de fresa, con la sensación de ser la única persona que no tiene con quien compartir esta tarde de miércoles.

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