Epílogo

Después de años y años dando tumbos, por fin encontré mi camino. Era cuestión de tiempo, como pude comprender cuando lo conseguí. De tiempo y de esfuerzo, he de añadir, porque no puedo decir que haya sido fácil.

Trabajando duro y con la suerte de cara, conseguí que me contratasen en la gestoría en la que hice las prácticas del grado en el que me matriculé prácticamente de rebote. Y esto significaba dos cosas.

La primera, que por primera vez, después de doce años, no iba a pasarme el verano encerrada en una tienda de recuerdos, trabajando para mis padres y, por ende, viviendo con ellos.

La segunda, que me había hecho mayor. Mayor en el sentido de que se terminó la época de la eterna estudiante, de no saber qué hacer con mi vida, de no tener un rumbo claro. Descubrí que había madurado, y soy incapaz de describir lo increíblemente bien que me sentó esa revelación. (Lo que no significa que haya dejado de gustarme Hello Kitty o que haya dejado de hacer alguna que otra locura, hay cosas que no cambian.)

Revelaciones aparte, hubo más cambios y me atrevería a decir que todos fueron para bien.

Empecé a aplicar una frase muy sabia que leí en su día:

Sólo tienes una vida, haz lo que te dé la puta gana y sé feliz.
Y he de decir que se vive mucho mejor así.

No pude olvidar, pero sí perdonar y avanzar. Comprendí que debía dejar de automutilarme el alma, drenar la ponzoña y seguir adelante, porque lo necesitaba y porque es parte del juego de la vida: O nadas o te ahogas.

Y aunque no me cierro al amor, puesto que en mí sería inconcebible, sigo en cuarentena, el corazón ha de guardar reposo.

Por otro lado, entre toda esa vorágine de madurez y amor propio, descubrí que nunca me había sentido tan a gusto dentro de mi piel. Algo que, por cierto, tiene efecto rebote. Aquella afirmación que yo solía tomar como más falsa que un billete de seis euros, la que dice que cuanto más te gustes a ti mismo, más gustarás a los demás, resultó ser cierta. Vivir para ver.

Amplié mi familia, ya somos tres en casa. Después de Dobby, mi hamster, llegó Albus, un gatito al que encontré abandonado en la calle, con la cola rota y muerto de miedo. Es increiblemente cariñoso y me sigue por toda la casa como si fuera un perrito. Le adoro.

Y ocurrieron muchas otras cosas: aprendí a montar en moto; me aficioné al Jager y lo dejé porque me hacía olvidar todo lo que ocurriese a continuación; fui a todos los conciertos que me pude permitir; me presenté a tres concursos de relatos y no gané ninguno; fui de vacaciones a la playa con dos de mis mejores amigos; me caí por las escaleras al salir de la oficina; una foto mía, con una mano de Iron Man, apareció en primera plana en el muro de Facebook de un bar; atropellé a una paloma; me liberé confesando a mis padres el secreto que les había ocultado durante años; gané un campeonato improvisado de futbolín a las cuatro de la madrugada; dejé de lado mis complejos y me puse sandalias por primera vez en años; dejé de fumar; volví a fumar; vi una maratón de Star Wars; participé en un ménage à trois; batí mi record de siesta durmiendo durante casi siete horas; perdí una apuesta y tuve que fotografiarme con todas las personas de un bar; fui al cine y abandoné la sala de puro aburrimiento; aprendí a hacer sushi; rompí un corazón; canté, o mejor dicho, destrocé un tema de Sinatra en un karaoke; me bañé de noche y desnuda en el mar...

La lista suma y sigue, y yo también.



Fin

Toda historia tiene un final y esta no iba a ser una excepción. Después de cinco años escribiendo este blog de forma (muy) intermitente, ha llegado el momento de terminar. 

¿Por qué? Sencillamente, este ciclo ha terminado, como podía adivinarse en mis últimos posts. Ya no soy la misma chica que lo empezó, naturalmente. Tampoco soy la misma que era el mes pasado. 

No obstante, no quería irme sin dar las gracias a todos aquellos que habéis pasado por aquí. Siempre escribí para mí, pero, inevitablemente, acabé haciéndolo también para vosotros, compartiendo fragmentos de mi alma que gente más cercana ni siquiera llegó a vislumbrar.

Tal vez algún día comience de nuevo, pero será en otro lugar, de otra manera, porque, como decía, ya no soy la misma. Me habéis visto crecer y ahora toca despedirse.

Hasta siempre.

Feliz día del libro



Todo pasa por algo

Una semana después de haber empezado las prácticas, estoy como pez en el agua. Conozco mis obligaciones y soy capaz de llevarlas a cabo sin problema. Manejo los programas de fiscalidad y contabilidad con soltura, incluso he sido capaz de resolverle a mi jefe un par de problemas peliagudos con ellos. El ambiente es muy bueno y me he integrado bien con mis compañeros.

Y no sólo eso. Hoy, mientras contabilizaba un centenar de facturas, he tenido una charla con mi jefe. Bueno, más bien ha hablado él. Podría resumirse en:

Si todo sigue yendo bien en la empresa, querré contratarte. Aún tienes mucho que aprender, pero eres segura y desenvuelta y funcionas bien aquí.

En definitiva, hemos triunfado. Lo cual me hace recordar el día en que me asignaron la empresa, estaba absolutamente acojonada por el hecho de que fuera una gestoría y me planteé pedir que me pusieran en cualquier otro sitio. Pero, por suerte, después de mucho autoconvencimiento y de crearme energía positiva respecto a ello, no lo hice.

Es bueno recordar que todo pasa por algo y que lo que en un principio parece una putada, puede tener su razón de ser y acabar siendo un golpe de suerte.

Me encanta esta nueva etapa.

Chica nueva en la oficina

Pese a haberme ido de cañas con mis amigos, apenas consigo pegar ojo la noche anterior de empezar mis prácticas. No son nervios exactamente, más bien expectación, ganas de empezar. 

Tras dormir apenas cuatro horas, abro los ojos, tres horas antes de que suene el despertador, se acabó el dormir. Me visto, me maquillo, me cambio de ropa, vuelvo a cambiarme, me plancho el pelo, voy a por el cuarto cambio de ropa y acabo por ponerme la primera opción. Y aún después de tantos preparativos, salgo de casa con media hora de antelación. Café.

Por fin es la hora, llamo al timbre y me recibe mi jefe. Es una empresa joven y pequeña, estaremos los dos socios y yo. Noto que ambos están nerviosos, para ellos todo esto también es nuevo, supongo. Me enseñan mi mesa, mi ordenador, el surtidor de agua, la cafetera. El perchero no, en tres años no han tenido ocasión de comprarlo, dicen.

Y nos metemos en faena. Me explican cada tarea con paciencia y yo tomo notas, porque estoy acojonada y no quiero hacer nada mal. Después me dejan trabajar, aunque me interrumpen cada poco tiempo para decirme que puedo salir a tomar un café, o a fumar, o a tomar el aire, que quieren que esté a gusto y no me agobie.

Ocho horas de trabajo más tarde me voy a mi casa, cansada pero contenta.

No es el trabajo de mis sueños. El trabajo en una gestoría es gris y cuadriculado, todo lo contrario que yo, pero es un reto y sé que puedo hacerlo bien y de momento eso me basta. 

Y si al terminar las prácticas consigo que me contraten, ya será la leche.

El perfume

La jornada transcurre sin más incidentes que los habituales en cualquier comercio: señoras que no leen bien las etiquetas porque no llevan las gafas de cerca, niños que lo tocan todo, maridos impacientes esperando a sus señoras sin apenas atreverse a cruzar el umbral.

Mi subconsciente se percata antes que mi mente consciente, algo pasa, pero tardo varios segundos en comprender qué es. Acaba de entrar una pareja y el aroma de una colonia me golpea como una bofetada, ese aroma que conozco tan bien, que podría distinguir entre un millón.

Ya no estoy en la tienda. Estoy en el recibidor de mi casa, abrazándole. En mi sofá, acurrucada junto a él, viendo una película. En mi cama, durmiendo a su lado y sintiendo su pecho contra mi espalda y su mano en mi vientre. 

Cierro los ojos un segundo, me aferro al mostrador. No puedo comprender que algo tan nimio pueda afligirme de este modo, con semejante violencia. No son malos recuerdos, todo lo contrario, pero por algún extraño motivo duelen todavía más que si lo fueran.

No sé cuánto tiempo pasa, si dos minutos o media hora, pero sigo allí clavada, preguntándome cómo voy a conseguir desembarazarme de esto, cuando miro hacia la puerta para saludar a otras dos personas que entran.

Es el actor que interpreta a Jaime Lannister, o al menos alguien increíblemente similar a él. Mi cara debe ser un poema, he salido de golpe de mi ensimismamiento. La primera pareja se ha ido y su aroma no es más que un vago recuerdo. No sé si será él o no, pero le estoy profundamente agradecida. 

No ha sido más que un momento de flaqueza, uno más.
 
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