Recortes del pasado

Lo llevo retrasando días, meses. Cuando se trata de ordenar mi estudio siempre hay cosas mejores que hacer. Y ahora que me he decidido me abruma la cantidad de cosas que tengo acumuladas. Estoy a un tris de dejarlo estar, pero me recuerdo que necesito unos apuntes que deben estar ahí, en alguna parte.

Trato de trabajar de forma rápida y eficiente, pero por alguna razón es más difícil de lo que yo pensaba. Entre los apuntes, que ordeno y clasifico en montones, aparecen de la nada recortes del pasado. Cada uno me remonta a un momento diferente y no puedo evitar estudiarlos uno a uno.

Hay muchas notas escritas en la biblioteca, llenas de tonterías y desvaríos, difíciles de entender fuera de contexto, que me hacen recordar las tardes de mucha risa y poco estudio del mejor año que pasé en la facultad. Una de ellas es del día que nos echaron de la biblioteca por armar demasiado jaleo. No sé si reír o llorar por esos viejos tiempos que ahora se han reducido a esto, papel arrugado.

Una estampita de la Virgen asoma de un montón de apuntes de historia moderna. Me la regaló una compañera justo antes de hacer el examen, para el que no había estudiado. Aprobé.

Un post-it que ya no pega, con un número de teléfono sin nombre adjunto. Lo busco en mi móvil. No lo tengo registrado. Lo guardo, quizás algún día llame.

Tickets del supermercado, etiquetas de ropa, propaganda de Ikea, el envoltorio de un Kit-Kat. Debería hacer limpieza más a menudo.

Ya casi estoy llegando al final de lo que era una pila inmensa de papeles cuando veo un papelito mal doblado, asfixiado por todo el peso que ha estado cargando. Lo desdoblo con cuidado y tengo la impresión de que todo se detiene. No respiro y creo que incluso el cd de los Pixies ha dejado de girar.

Es el resguardo de un billete de avión a París. Por la parte de atrás alguien escribió: “Gracias por los cuatro días más mágicos de mi vida”. Y entonces lo recuerdo.

Recuerdo ver la nieve caer, sentados en las escaleras del Sacre Coeur, con la ciudad a nuestros pies. Estábamos muertos de frío y sólo teníamos un par de guantes para los dos, pero no nos importaba.

Recuerdo aquel espectáculo de magia en el que tuve que traducirle los chistes del prestidigitador. Y cómo luego le confesé que la mitad me lo había inventado porque yo tampoco lo había entendido del todo.

Recuerdo cuando, una tarde al volver al hotel, sin darnos cuenta nos metimos los dos en un charco profundo como una piscina olímpica y no paramos de reír hasta media hora después.

Miro el resguardo, vuelvo a mirarlo, sigo mirándolo, pero no sé qué hacer. ¿Lo guardo? ¿Lo tiro? ¿Fabrico una máquina del tiempo y viajo a hace una hora para decirle a mi yo del pasado que no haga limpieza?

Una fuerte ráfaga de viento agita las ventanas y me devuelve a la realidad. El cd gira de nuevo y mis pulmones vuelven al trabajo. Miro el resguardo por última vez y lo dejo caer en la papelera.

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