Como todos los días

Hace mucho que no actualizo el blog, pero no merece la pena, ahora todos los días son iguales.

Todos los días respondo las mismas preguntas, como "¿Dónde está el supermercado?" (Suba por las escaleras hasta la plaza y vaya por la calle principal, a mano derecha, lo encontrará enseguida), que va acompañada de "¿Está muy lejos?" (No, a cinco minutos); también "¿Qué horario llevas?" (De diez a dos y de cuatro y media a nueve y media) o "¿Cuantos habitantes tiene el pueblo?" (Pocos, señora, pocos). Y así hasta el infinito.

Todos los días mantengo conversaciones estúpidas con gente estúpida, como "¿Lo tienes en otro color?" - "No, sólo en este" - "¿En rojo no lo tienes?" - "No, sólo en azul" - "¿Seguro?" - "Sí, seguro" - "Ah, pues entonces nada".

Todos los días hago cientos de paquetitos para regalo, muchas veces para, al terminar la tarea (realizada ante los ojos del cliente), escuchar: "Ay, no hacía falta que lo envolvieses".

Todos los días reordeno unas veinte veces las camisetas (recuerdo de Torla, divinas para lograr un look turista reglamentario, junto a las chanclas con calcetines y el tono de piel bermellón), para que a los cinco minutos venga alguien detrás a desordenarlas de nuevo.

Todos los días invoco varias veces a Herodes para que se encargue de las hordas de niños que gritan, corren y toquetean todo. Aún no me ha hecho caso, pero no pierdo la esperanza.

Todos los días practico idiomas para comunicarme con ingleses, franceses, alemanes y demás fauna guiri que no se molesta en aprender una palabra de castellano.

También hay un momento que se repite día a día, pero este es más agradable. A las nueve y veinte, diez minutos antes de cerrar, curiosamente la tienda se vacía, aunque haya estado a reventar hasta ese momento. Salgo a la calle y me siento en las escaleras que quedan frente al local, que también están vacías. Me paro a escuchar el silencio y algunas notas de jazz fusión que me llegan desde dentro, y me fumo un cigarro, el que más disfruto de todo el día.

Es un gran momento, no sólo porque por fin puedo relajarme después de un largo día de aguantar turistas con el cerebro ablandado por el Sol, sino también porque sé que a partir de ese momento me quedan doce horas enteritas de libertad.

Es la mejor sensación del mundo.

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