Dormir acompañada

La noche del sábado la temperatura en la calle es de tres o cuatro grados, y hay una niebla espesa que hace pensar en las calles de Londres y en Jack el Destripador apareciendo por cualquier esquina, así que decido quedarme en casa.

Tras ver una peli y tomarme un par de cervezas me voy a dormir temprano. Mientras me lavo los dientes pienso en que me sentará bien tener toda la cama para mí por una noche, tanto tiempo durmiendo sola ha conseguido que me cueste acostumbrarme a compartirla, siempre me gustó tener mi espacio.

Me acuesto y apago la luz. Me siento extraña. Miro hacia el otro lado, vacío, de la cama, y muy a mi pesar siento que me falta algo. Alguien, para ser precisos. Tanto que acabo por coger su lado de almohada, que huele a él, y lo abrazo sientiéndome un poco más acompañada. Acabo además por encender la televisión, en un intento de llenar el silencio de la habitación. Por fin, me duermo a regañadientes.

A las seis de la mañana suena el móvil. Respondo con los ojos medio cerrados, más dormida que despierta. Es él, para decirme que acaba de cerrar el bar y preguntarme si puede dormir conmigo. Tras una respuesta afirmativa por mi parte suena el timbre del portal. Pulso el botón, dejo entreabierta la puerta de casa y me vuelvo a la cama.

Pocos segundos después, se acuesta a mi lado, él y todo el frío que ha cogido de camino hacia aquí. Se abraza a mí y entre besos me susurra que ha estado toda la noche echándome de menos. A los pocos minutos ambos nos vamos quedando dormidos, utilizando sólo mi lado de la cama, yo, como siempre, mirando hacia el armario, él con su pecho apoyado en mi espalda, la mano derecha apoyada en mi vientre.

Lo último que pienso antes de volver a dormirme es que, por una vez, no me importa no tener mi propio espacio en la cama, esto es infinitamente mejor.