Soy
sonámbula. A menudo hablo en sueños, casi siempre para decir cosas
absurdas. También me levanto de la cama y echo a andar por mi casa,
a mi suerte.
Este
hecho resulta ser más peliagudo de lo que pueda parecer en un
principio. En primer lugar, puedes dar un susto de muerte a otra
persona, especialmente si es alguien a quien todavía no le has
explicado tu peculiaridad y te encuentra vagando por el pasillo como
un zombi en busca de cerebros.
En
segundo lugar, cabe la posibilidad de que te dé por hacer algo
absurdamente peligroso. Esto, según mi propia experiencia, se debe a
que mi cuerpo realiza las acciones que se llevan a cabo en mi sueño.
Y si estoy soñando que la casa está ardiendo, puedo, perfectamente
y sin titubear, tirarme por la ventana para salvarme de las llamas.
Afortunadamente,
nunca he llegado a este extremo. Mis escarceos nocturnos han sido más
bien objeto de ridículo, como la vez que quise ponerme la ropa sobre
el pijama para ir a clase a las tres de la madrugada o la vez que
amanecí en el sofá, porque por lo visto no había conseguido
encontrar la cama después de mi paseo.
Ahora
que vivo sola, la cosa se complica un poco más, puesto que no tengo
a nadie que me vigile ni que me lleve de vuelta a la cama. Así pues,
me he visto obligada a adoptar ciertas medidas, como cerrar todas
las persianas cada noche y esconder las llaves de casa tras cerrar la
puerta, sobre todo porque no me apetece que la gente del barrio
conozca mi colección de pijamas.
Aún
así, no estoy exenta de llevarme algún susto que otro. Hace cosa de
dos meses, desperté en mi cama, como cada mañana. Tras desayunar,
asearme y vestirme, me dirigí al dormitorio de invitados, donde
guardo mis abrigos y descubrí que una de las dos camas estaba
deshecha. Igual que en el cuento de los tres ositos, lo primero que
pensé es: ¿Quién (cojones) ha dormido en mi cama? Con los nervios
de punta y las pulsaciones disparadas recorrí mi casa en busca del
nuevo inquilino. Miré detrás de la cortina de la ducha y debajo de
las camas, también dentro de los armarios y detrás de las puertas.
Comprobé que la puerta de la calle estaba cerrada y que mis llaves
seguían en su escondite.
Tras
mucho cavilar y procesar información, llegué a la conclusión de
que había sido yo misma la que me había levantado, me había metido
en la otra cama, había vuelto a levantarme y había regresado a mi
habitación, donde me despertaría por la mañana como si no hubiera
pasado nada. Era eso o que un fantasma había decidido pasar la noche
durmiendo en mi habitación de invitados. Esa sí que habría sido
una buena historia.
Si me pasara a mí, creo que no llegaría a quedarme tranquilo. Debe ser inquietante no poder saber realmente qué estado haciendo.
ResponderEliminarMe gustó el texto.