El graffiti

Viernes, doce de la noche. Estoy de copas con un compañero de clase. Ambos nos habíamos quedado sin planes (sus amigos, en un cumpleaños al que él no está invitado; los míos, a sus labores) y ninguno de los dos quería quedarse en casa, de modo que así estamos, arreglando el mundo como hacemos en clase, sólo que con un gintonic en la mano.

He de irme pronto, al día siguiente tengo que madrugar y coger el coche, pero las doce se convierten en las cinco a una velocidad de vértigo.

-¿Las cinco? Me voy.
-Tranquila Cenicienta, que te llevo a casa.
-Deja, deja, tengo la calabaza en doble fila.

Y con esa conversación de borrachos, nos despedimos.

De camino a casa suena el móvil, un mensaje. Pienso que será él, pero no. Es la foto de un graffiti con el que parece que reclaman mi presencia. No puedo evitar reírme y me hace ilusión, pese a que no pienso atender al reclamo, que lo único que quiero es dormir y que ha puesto mi nombre sin tilde. 

Pero es la primera vez que alguien me dedica un acto vandálico, es como volver a tener quince años y, oye, tiene su punto. 







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