En la carretera

Me preparo para irme fuera durante el fin de semana, a casa de mis padres. Hace semanas que no voy y empiezo a sentir morriña. Pero el coche se niega a cooperar, parece que es la batería. Llamo a un par de amigos que me han ayudado con las pinzas en alguna otra ocasión, pero también están fuera, así que me toca esperar a que el seguro me envíe a alguien.

Cuarenta minutos después, por fin estoy de camino. Me encanta conducir. Hace sol, no hay demasiado tráfico y desde la radio fluye el río interminable de Pink Floyd, es  sencillamente perfecto.

Y entonces, ocurre. Una rubia con un Golf negro quiere adelantarme. Circulamos por una carretera de tres carriles, uno para nuestra dirección, dos para la opuesta. De frente, a escasos metros de nosotros, hay otro coche que decide hacer un adelantamiento en ese preciso momento. 

Mi cuerpo se bloquea y mis manos se aferran al volante como si me fuera la vida en ello. Estoy lívida, ya no hay sol, ni Pink Floyd, ni absolutamente nada en el mundo salvo las dos parejas de coches. Trato de pensar, pero no hay tiempo material, es cuestión de uno o dos segundos. 

Finalmente, tomo la decisión correcta y me encomiendo a cualquier deidad despistada que decida escucharme en ese momento. Me quedo en mi lado, orillándome sin dar un volantazo, sin movimientos bruscos, lo justo para dejar libre medio carril.

El otro coche que está siendo adelantado decide hacer lo propio, y los otros dos encuentran espacio para pasar. Nadie gira hacia donde no debe, nadie trata de apartarse a la desesperada. Cuando nos cruzamos los cuatro coches todavía no puedo creerme que haya escapado de esta.

Sigo completamente agarrotada, pero ahora he comenzado a temblar. Aunque tampoco sé si antes temblaba o no, ignoro lo que ha pasado con mi cuerpo en los tres últimos segundos.

Un par de kilómetros más adelante hay un área de servicio y decido parar a tomar el aire. Antes de bajar del coche, envío mensajes a tres o cuatro personas (obviamente mis padres no están en la lista, no queremos que les dé un infarto gratuito), a todos el mismo texto:

No me la he pegado con el coche de milagro.

Espero respuesta, necesito hablar con alguien, necesito compartirlo, aunque ni siquiera estoy segura de por qué. Sólo sé que necesito desahogarme y liberar el miedo que ha hecho un nudo triple en mi estómago.

Un par de minutos después todavía no ha respondido nadie. Así que me bajo del coche y me dirijo a una máquina expendedora. No tengo hambre, ni sed, pero es lo único que se me ocurre hacer. Compro una chocolatina y me la como despacio, apoyada en el capó. Está buena.

Por fin suena, alguien llama. Es mi mejor amigo, preocupado, preguntándome qué ha pasado, si estoy bien y si le necesito. Le cuento lo ocurrido con todo lujo de detalles y él me escucha, dejándome soltar todo lo que necesito. Cuando he terminado, se ofrece a venir a buscarme y llevarme hasta casa de mis padres, por si no quiero seguir conduciendo. 

Y se lo agradezco, pero no, no hace falta, ya estoy bien. Miro el reloj, han pasado ya unos veinte minutos desde que llegué a la gasolinera, el chocolate y la llamada han surtido efecto y me veo capaz de seguir ruta. 

Hace falta mucho, mucho más para detenerme.


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